Cuando hablamos de salud, solemos pensar en hospitales, turnos, médicos, medicamentos. Pero pocas veces reparamos en algo fundamental: ¿quién conduce todo eso? ¿Quién toma las decisiones que pueden mejorar –o complicar– la atención que recibimos? En un país como Argentina, donde conviven el sistema público y el privado, liderar en salud no es solo una tarea técnica. Es una responsabilidad que exige estrategia, sí, pero también empatía, sensibilidad y compromiso.
Quien dirige un hospital público en una provincia con pocos recursos, por ejemplo, enfrenta cada día la disyuntiva de cómo hacer rendir insumos escasos, cómo sostener al equipo de salud agotado o cómo responder a una comunidad que necesita mucho más de lo que se puede ofrecer. Del otro lado, un gerente de una clínica privada debe decidir si puede ampliar servicios sin poner en riesgo la sustentabilidad del negocio, o cómo mantener motivados a sus médicos en medio de una crisis económica.
En ambos casos, no alcanza con saber de números ni con haber pasado por un quirófano. Se necesita una mirada integral. Un liderazgo estratégico, que permita tomar decisiones con información, visión de futuro y flexibilidad. Y un liderazgo empático, que ponga a las personas en el centro: pacientes, profesionales, familias.
Ahora bien, ¿quiénes deberían ocupar esos lugares de liderazgo? ¿Médicos con experiencia clínica o administradores con formación en gestión? Es una discusión frecuente, y válida. Un médico conoce en profundidad la práctica diaria, las urgencias reales del paciente, las dinámicas del consultorio. Un administrador puede tener una visión más amplia de recursos, procesos, finanzas. Pero lo ideal -y cada vez más necesario- es un liderazgo que combine ambos enfoques: que entienda la complejidad técnica del sistema, pero también la sensibilidad de quienes lo habitan. Dirigir salud exige moverse con soltura entre planillas y pasillos de hospital.
La pandemia de COVID-19 dejó esto claro. Quienes lograron sostener sus equipos, comunicar con claridad y priorizar el cuidado humano en medio del caos, fueron los que tenían ese tipo de liderazgo. No importaba si venían del mundo clínico o de la gestión: lo que marcó la diferencia fue su capacidad de escuchar, contener y decidir en contextos inciertos.
¿Y cómo se forma un líder así? No se trata solo de acumular títulos. Se trata de adquirir herramientas de gestión, sí, pero también de trabajar las habilidades blandas: la inteligencia emocional, la escucha activa, la construcción de confianza. Por eso es tan valioso que cada vez más universidades ofrezcan programas en administración de salud, diseñados no solo para entender cómo funciona el sistema, sino para transformarlo desde adentro.
Invertir en la formación de líderes en salud no es un lujo ni una cuestión académica. Es una apuesta directa al bienestar colectivo. Porque detrás de cada cama ocupada, cada sala de espera, cada receta entregada, hay decisiones. Y esas decisiones son mejores cuando quien las toma entiende que liderar, en salud, es cuidar.